3.03.2014

La buena fortuna



En 1980 Caracas era una ciudad segura y hermosa, como cualquier ciudad contemporánea normal. Lo digo en serio. Uno podía caminar en la madrugada sin temor a que lo asaltaran o secuestraran, y era raro que ocurrieran cosas peligrosas a tu alrededor. La gente era de una amabilidad rayana en la inocencia. Por increíble que parezca, nadie presuponía nada malo de los demás, te respondían con cordialidad a cualquier pregunta que hicieras en la calle, incluso te acompañaban unas cuadras si no encontrabas la dirección.  Una ciudad desconocida para la Caracas actual.  Creo que todo eso debe estar unos cuantos kilómetros por debajo de la superficie tóxica que pisamos hoy.
Yo venía de Argentina, que  sufría uno de sus peores momentos. La junta militar estaba persiguiendo y encarcelando sistemáticamente a todo sospechoso de tener alguna relación, aunque fuera tangencial, con la izquierda política. Llegué pues, gracias al esfuerzo y preocupación de mi padre, a Caracas, a la escuela de Letras de la Universidad Central.
Por esos días alguien me regaló una pequeña novela, Piedra de Mar. Junto al aturdimiento de cambiar de país, de tratar de entender la realidad, ahora tenía esta historia adolescente escrita de una manera estupenda,  y uno sentía que se estaba haciendo amigo de esos muchachos, es decir, que perfectamente esa historia podía ser la historia personal. Después de eso, a través de los años, he regalado esa novela muchas veces. La respuesta ha sido unánime. He comprendido que es un bien, un caudal que uno  entrega y que crece entre los que lo leen. Luego tuve todos los libros de Francisco Massiani,  los cuentos encantados, los trazos narrativos de sus otras novelas. El asunto no tiene fin.

No recuerdo cuándo ni cómo conocí a Francisco Massiani. En aquellos años uno podía conocer a quien quisiera, era la maravilla de Venezuela, no existían exclusiones.  Debo aclarar que yo me creía todo lo que me dijeran, cualquier cosa, y que además, tenía la mente enfebrecida por la lectura de algunas escritoras españolas de post-guerra, en todas partes veía héroes y heroínas de epopeyas domésticas. En clase de Literaturas de Vanguardia, que dictaba Adriano González León, estábamos leyendo a  Rimbaud, a Baudelaire y a Verlaine, y Adriano exaltaba de manera magnífica  la atracción del abismo.

La verdad es que no pude hablar con Pancho todo lo que hubiera querido, a pesar de que nos veíamos con frecuencia, su realidad era vertiginosa y no se parecía tanto a Piedra de Mar  y sí, en cambio,  a la vida de cualquier surrealista. La Florida, el garaje donde Pancho tenía sus libros y sus dibujos, el Bar Restaurant Royal, los bares de Sabana Grande, adquirieron para mí un significado trascendente. Las cosas que allí ocurrían, las conversaciones con escritores, pintores, artistas y los actos de magia, incluidas las comidas y bebidas, no pertenecían a la vida real y cotidiana. Tampoco los dibujos que Massiani trazaba con lápiz negro en la superficie blanca, rostros redondos, despeinados, escondidos tras innumerables trazos, componían una imagen que nos increpaba desde el fondo de algún lugar incierto. Veo en esto algo importante: el arte es la expresión de nuestro espíritu. Si no nos gusta la palabra, puede que sea expresión de nuestro ser, de lo que llevamos en la memoria, en alguna parte donde somos nosotros solos y nadie más. Los artistas escogen una disciplina para expresarse. Algunos son músicos, otros escritores, otros pintores y así. Pancho escribía de madrugada y también hacia unos dibujos buenísimos que se parecían a las cosas que escribía. Quiero decir que la expresión pasa por ser imagen. Esta imagen se puede hacer con palabras escritas o habladas, con movimientos del cuerpo, con trazos desperdigados sobre cualquier papel. Pancho hacía todo esto, y dibujos, palabras, movimientos, conformaban una sola imagen,  algo que solo él podía decir.

Algunos recuerdos puntuales: Pancho camina hacia mí por la avenida Francisco Solano, es bastante tarde, camina como un marinero o tal vez como un barco en altamar.  Trae puesto un suéter blanco tejido y habla como chileno. Al encontrarnos se levanta el suéter y me enseña una cicatriz bastante grande en la barriga. Ahora sé que ésa era la cicatriz de una operación de vesícula biliar, de las que se hacían antes de que existiera el sistema de cirugía por laparoscopia. Pero lo que yo vi fueron las huellas espantosas de un acto heroico o por lo menos de una vendetta. Me preocupé muchísimo y él se divirtió con mi inocencia. Una de sus frases típicas era decirme: “vieja, esto no tendrá solución never in the life”. Siempre estuve de acuerdo con eso.

El tiempo ha pasado vertiginosamente, una inmensidad de cosas han ocurrido y marcado distancia con esos recuerdos. Pero en aquella realidad sigo teniendo veinte años y me maravillo ante las cosas que aparentan ser diferentes a lo que todo el mundo ve. Desde el futuro lejanísimo en que me encuentro sólo puedo sentir gratitud porque Francisco Massiani haya escrito esos libros, por haber trazado esos dibujos  y por haberse divertido a mi costa. Los tesoros que fueron esos momentos, esas frases, esos gestos, esas imágenes,  las conversaciones entrecortadas, multitud de amigos sonrientes,  calles mojadas por la lluvia, bolsillos de donde salían lápices y servilletas escritas con poemas o direcciones que no debían perderse pero que se perdieron de todas maneras, son algo que no cambiará jamás, porque nadie puede cambiar lo que ya ha ocurrido.  
Qué buena fortuna.